jueves, 6 de marzo de 2008

El derecho a la disidencia

Van dos columnas, la primera de Proceso (1635), en consonancia con los comentarios de zyxcba y con la noción de democracia radical que cita Javier Sicilia en el artículo titulado "El equívoco" (ojo, cuando Sicilia menciona la palabra "radical", de ninguna manera le da una connotación de violencia... ni que fuera de derecha el buen señor), que publicamos hace unos días. La segunda columna, de La Jornada de hoy, es para establecer por qué creo que Álvaro Uribe, presidente de Colombia, es un enemigo de la paz que debe ser señalado y frenado por todo el mundo libre y racional.





La democracia "light"

John M. Ackerman

La actividad frenética desplegada para conquistar "el centro" político electoral y atraer al "votante medio" -característica de Estados Unidos y de las democracias más antiguas del orbe- no es un ejemplo a seguir, sino un síndrome a evitar. En una democracia joven como la mexicana, el reto es mantener vivos los debates y canalizar las confrontaciones de forma pacífica, en lugar de contenerlas artificialmente. De otra forma, únicamente se consigue una falsa tranquilidad social que esconde los conflictos reales, los cuales tienden a abundar en los contextos de transición. Si esta práctica dominara en México, tendríamos una democracia light que en la superficie no ofendería a las "buenas conciencias", pero que en el fondo sería profundamente intolerante hacia cualquier disidencia real.

Sigue rodando en las discusiones actuales el fantasma del texto clásico de Samuel Huntington, El orden político en las sociedades en cambio. Durante la década de los sesenta, justo en el momento más álgido de las luchas estudiantiles y democratizadoras a nivel internacional, Huntington sostuvo que el orden social debe prevalecer sobre la democracia. Para el politólogo, la democracia tiende a generar una "participación desbordada" de la ciudadanía que amenaza a las instituciones democráticas. Por lo tanto, consideraba más importante que los países del Tercer Mundo contaran con "instituciones fuertes" que les permitieran mantener el orden y el progreso aun en situaciones políticas difíciles. El PRI mexicano, desde luego, era uno de los ejemplos más celebrados por el autor.

De acuerdo con esta tesis, la "gobernabilidad" solamente sería posible cuando ciudadanos y políticos fueran amables, confiados y serenos, es decir, ciudadanos "bien portados". En otras palabras, habría que exorcizar de la escena política lo que nuestra respetada Denise Dresser recientemente ha llamado "la coalición de los desilusionados, los descontentos, los marginados, los enojados" (Proceso 1631), refiriéndose a los seguidores de Andrés Manuel López Obrador.

López Obrador desquicia por igual al gobierno calderonista que a los analistas políticos, a los medios de comunicación y a una importante fracción del propio PRD, precisamente porque el tabasqueño se niega a jugar con las reglas de Huntington. Su frase "Al diablo con sus instituciones", es paradigmática. En lugar de privilegiar la estabilidad y las buenas maneras, auspicia la movilización social y se enfrenta directamente con sus adversarios. En vez de procurar la convivencia política con base en la negociación y la diplomacia, expresa sus opiniones abiertamente, sin autocensura.

López Obrador no es de ninguna manera el político "radical" que tantos comentaristas pretenden que es. Si bien pugna por defender el petróleo y combatir la corrupción gubernamental, no busca expropiar los medios de comunicación o eliminar el libre mercado. Jamás se ha pronunciado a favor de la violencia y siempre ha censurado tajantemente las agresiones físicas, lo cual por cierto le ha generado reclamos airados por parte de algunos de sus seguidores.

Tampoco es cierto que el llamado "presidente legítimo" es un líder perfecto. Resulta rijoso y a veces ofensivo en su forma de hablar. Aunque haría bien cultivando la autocrítica, frecuentemente se cierra inclusive a las sugerencias de sus colaboradores más cercanos. No es, sin embargo, el obstáculo para la consolidación de la democracia y del desarrollo económico que sus detractores tratan de proyectar. Al contrario, como Barak Obama, su modo de actuar pone en jaque al statu quo y demuestra que todavía existe otra forma de hacer política.

Habría que recordar que los regímenes democráticos del mundo son el resultado de innumerables luchas sociales y acciones cívicas de gran envergadura. De la misma forma, los Estados democráticos futuros también surgirán del crisol de gestas ciudadanas y movilizaciones críticas y autónomas. Qué lamentable sería que la protesta social se reprimiera o se apagara de forma artificial y que los manifestantes tuvieran que ir a su "marchódromo" más cercano para exigir respuestas del gobierno.

Se equivocan quienes se avergüenzan del desempeño de nuestra democracia en comparación con la desarrollada en los países del norte. "Habrá que volverse un país extranjero. Porque lo más autóctono que hay en este país es la jodidez, la pobreza. Odio este país jodido y atrasado", dice el personaje Santos Rodríguez en la novela de Héctor Aguilar Camín recientemente citada por la doctora Dresser en estas mismas páginas (Proceso 1627). Otra destacada politóloga ha señalado así mismo que "ojalá fuéramos como Suecia, donde la gente no tiene que salir a la calle a exigir sus derechos". A mi juicio, debiéramos estar orgullosos de la vitalidad que caracteriza al sistema político mexicano en comparación con la mediocridad controlada del debate político en otras latitudes.

La esencia de la democracia es el debate plural y la confrontación de las ideas, no los pactos de caballeros a puertas cerradas. Una democracia vigorosa no es aquel sistema político en el que todos estemos de acuerdo, sino la arena pública donde los desacuerdos y la pluralidad puedan florecer. Lo primero se llama totalitarismo; lo segundo es el escenario al que debemos aspirar en el país. En lugar de construir puentes para escapar de los complicados conflictos de nuestro tiempo, habría que auspiciar archipiélagos de diversidad y diferencias.





El mandato de sangre de Uribe

Emir Sader

La liberación de los cuatro parlamentarios colombianos confirma cuál es la vía de pacificación de Colombia: la negociación política, con la participación de mediadores internacionales. El éxito del presidente venezolano Hugo Chávez y de la senadora colombiana Piedad Córdoba muestra que ésa es la única tentativa que ha logrado abrir los canales para llevar la paz.

La posición de los cuatro parlamentarios, además del reconocimiento del papel de Hugo Chávez y de Piedad, es acusar al presidente de Colombia, Álvaro Uribe, de ser hoy el obstáculo para el intercambio pacífico de prisioneros, al insistir en no aceptar la liberación temporal de un territorio para que se efectúen los intercambios.

Uno de ellos le pregunta a Uribe si le parece que su política de pacificación es realmente efectiva, como él anuncia, si no consigue ceder por un tiempo determinado un territorio para salvar vidas humanas. Pregunta también si las vidas humanas no valen más que una cesión temporal de territorios.

Los familiares de los que aún permanecen prisioneros insisten en esa dirección, reiterando que las ofensivas militares sólo llevan a poner en riesgo a los rehenes, además de no haber solución militar, sino solución política para Colombia.

Existe la propuesta de formación de un Grupo de Amigos de Colombia para intentar mediar en el intercambio humanitario de los rehenes por los presos que tiene el gobierno colombiano, del que participarían gobiernos como los de Brasil, Argentina, Nicaragua y Francia, entre otros.

El presidente colombiano demuestra toda su inflexibilidad y reitera su línea de acción militar –la misma de la “guerra infinita” de Bush–, rechazando los términos de la negociación y retomando ofensivas militares.

En una de ellas fue muerto el segundo dirigente de las FARC, Raúl Reyes, quien actuaba también como portavoz de la organización. El temor es que las FARC tomen represalias, y que de ahí el proceso posible de negociaciones para el intercambio de prisioneros se vuelva completamente inviable.

Es la línea dura de Uribe, que precisa de los enfrentamientos militares para mantener su popularidad interna y conseguir nuevas reformas de la Constitución, para poder obtener un tercer mandato. Perdió las elecciones municipales internas en las principales ciudades del país, como Bogotá, Medellín y Cali. Por esto precisa desviar la atención de los colombianos, para que no evalúen a su gobierno, sino que se mantengan bajo el chantaje de la guerra, con él representando supuestamente la paz. Cuando en realidad, Uribe representa y precisa de la continuidad de la guerra.

Éste es el juego de Uribe: producir más sangre como combustible para un tercer mandato, a costa de la paz y de la solución política para la ya tan sufrida Colombia. Resta que los gobiernos de los países preocupados con la paz, y el propio pueblo colombiano, en la manifestación convocada por el fin de todo tipo de violencia, actúen para obligar al gobierno a parar las acciones militares y aceptar los únicos términos posibles para que Colombia pueda volver a vivir en paz.

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